A pocos kilómetros de la ciudad, detuvimos el coche en el arcén para deleitarnos unos minutos la visión. Pegada a la montaña calcárea del Causse, a los pies del río Alzou, Rocamadour se exhibía majestuosa, revistiendo el macizo con singulares casitas de ladrillo blanco, todas ellas custodiando la guinda del pastel, la Iglesia de Notre Dame, situada en la cima junto con un castillo y un campanario, que guarda el famoso santuario de la Virgen Negra.
Una vez llegamos, empezamos a caminar por sus angostas y abruptas calles, donde una variopinta variedad de comercios, con fachadas más cercanas a la edad media que a nuestro siglo, llenaban de vida y color aquella fría tarde; encontramos restaurantes y pequeños hostales cargados de historia, panaderías con hogazas tan grandes que saciarían el hambre durante un mes, e incluso pequeñas viviendas donde te organizan tu boda en un momento a modo de espectáculo similar a Las Vegas.
Unas interminables escalinatas de piedra daban comienzo a la ascensión. Alzabas la vista y perdías la noción de la distancia, vastas paredes rocosas se extendían en vertical hasta no se sabe donde. En total, 216 peldaños de escalera que conducen al santuario, atracción de peregrinos provenientes de todas partes del mundo, desde reyes a nobles, desde campesinos a obispos.
Justo cuando empezamos a subir los escalones, una llovizna hizo acto de presencia. La subida iba a ser más complicada de lo esperado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario