Pasada la Plaza de España y recorriendo la calle paralela al
Parque Hernández, escuché el comentario de una mujer sentada delante de mí dirigido
a su acompañante, los dos con la mirada perdida entre palmeras, fuentes y
antiguas fachadas modernistas:
- -
“La ciudad esta bien, pero… le falta alegría ¿no?
Mi pensamiento, instalado en ese momento aún sobre la
reciente visión de Melilla la Vieja, recogió el comentario al momento y reforzó
todo aquello que había estado pensando y viviendo en las últimas horas. A esta
ciudad le falta una chispa de alegría que otras si tienen.
Entre cristianos, hindúes, judíos y musulmanes, anda el
color y la riqueza de Melilla. De su mezcla y mestizaje sale su belleza,
guardada con recelo entre las murallas que conforman el recinto fortificado. Se
cuenta que una vez Melilla la Vieja se quedo pequeña para la población, y se
decidió extender la ciudad hasta los límites que marcara un cañón; allá donde
la bola del cañón llegara, hasta allí se construirían nuevas viviendas.
Y es que el vocabulario militar es otro santo y seña de la
región. Tenientes, generales y guardia civil acompañan calles y dan forma a
escudos y monumentos bastante descafeinados y pasados de fecha. Eso sin hablar
de la bandera, impuesta casi por obligación y llevada con entusiasmo patriótico
en polos, zapatillas y demás ropa informal.
Coincidiendo con la semana náutica , el final del Ramadán y
con ambiente sofocante de humedad, Melilla se mostró como un gran cuartel donde
todo debe seguir un guión establecido. Un cuartel donde un papel te permite
estar dentro, y donde sin él sólo te toca esperar tu oportunidad detrás de la
valla. Un afortunado, así hay que sentirse.
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