(el frío y la larga oscuridad de los días siguen haciendo estragos en mí, y tienen parte de culpa que este post no llegara a sus pantallas un 15 de enero de 2012)
Un paso. Otro paso. Ahora la izquierda. Una pequeña ayuda con las manos y a continuar el ascenso.
Empezábamos a coger cierta altura. Atrás quedaba el castillo construido por bloques de hielo, un regalo para la vista y para el disfrute de la chiquillería, que había sido inaugurado minutos antes por varios caballeros que vestían ropas de época y ondeaban banderas.
La subida por aquella ladera empezaba a ser interminable. Levantaba la cabeza y no alcanzaba a ver el final. Seguía los pasos del marido de una compañera, que parecía conocer muy bien aquellos lugares. Su ritmo nada tenía que ver con el mío, y cada cierto tiempo tenía que pararse para esperarme. No estaba acostumbrado a caminar por aquellas pendientes, y la nieve por las rodillas tampoco ayudaba.
En uno de los descansos que necesité para tomar aire, me dí la vuelta y pude comprender el porque de la subida. Ante nosotros empezaba a abrirse un paisaje de montañas y bosques sobre un cielo azul realmente espectacular, todo como no podía ser de otra forma bañado de blanco. La aldea de Mlynky y su pequeño complejo turístico para la práctica de ski eran ya pequeñas casitas de juguete, y el incesante movimiento en él prácticamente no se llegaba a percibir desde allí.
Un rato después, la montaña terminó siendo coronada. Una caseta de madera que repartía hot dogs e infusiones calientes esperaba en la cima, junto con multitud de esquiadores preparándose para lanzarse a recorrer las pistas. Ellos habian subido por otro lado, sin esfuerzo, ayudados por enganches que se dedican durante todo el día a traerlos hasta este punto desde la base.
Nos desmarcamos un poco de aquel sitio y avanzamos hacía el otro costado, sin gente, más salvaje, donde el silencio era el dueño del terreno. Perdiendo la visión hacia el frente, podía comprobar como el horizonte terminaba tragándose toda la aglomeración de montañas que reinaban bajo mis cansados pies. Impresionante.
(gracias a mi compañera Olinka y su familia por enseñarme lugares tan bellos como este; no os podeís hacer una idea de lo bien que me sentó la infusión calentita en la cima de la caseta de madera...)
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