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10 abril 2011

Día 153. Raices

(tan lejos queda ya este 12 de febrero de 2011...)



Les seré sincero. No tenía la más mínima gana de viajar. Llegó un momento que incluso esa ilusión desapareció, perdiendo el equilibrio y apoyándome a ciegas en cualquier cosa que aparentara ser estable. El tropiezo estaba asegurado.

Volví a España, como ya saben, junto con mi gente de toda la vida, y durante 3 semanas pensé, busqué, planifiqué, incluso me desesperé, intentando encontrar proyectos que verdaderamente me arrancaran una sonrisa. Pero no lo conseguí, no fui capaz de levantar mi estado de ánimo, tan golpeado por la falta de vida laboral y sentimental. Faltaban piezas. O eso creía.





Un fin de semana de febrero, aquel donde no esperaba nada y encontré todo, el olor a campo y olivares, el sabor a vino de crianza y el color de la noche andaluza allanó el camino tan pedregoso que había creado, haciendo olvidar por momentos todas las incógnitas que rondaban por mi cabeza. Demasiada bella aquella aldea en mitad de la sierra como para distraer la mente con otras cosas.

En medio de aquel idílico marco bajo el manto de estrellas, ¿quién podía esperar un arco iris? Un torbellino de fuerza y pasión, engalanado con sus más llamativos y vistosos trajes, recorrió el viejo escenario de madera una vez más, causando esa admiración propia de novatos en aquellos que disfrutan el espectáculo por primera vez. Flamenco en estado puro. Cante, toque y baile.






Sólo tenías que fijarte en el rostro de las muchachas para entender lo mucho que amaban el baile. El arranque de sus movimientos, el entusiasmo en cada paso, el arrebato que las hacía flotar sobre el escenario. La recompensa de horas y horas de trabajo, el insistente y firme esfuerzo por mejorar y llegar a ser quien quieres, el perseverante deseo de alcanzar un objetivo, una ilusión. Las piezas que todos tenemos, pero que a veces olvidamos hasta que alguien nos las vuelve a recordar. Los ingredientes para elaborar el plato más sabroso para nuestro paladar.





Junto a la mesa donde bebía y presenciaba la función, un muchacho inglés nacido en Sudáfrica, amante de largas travesías y viajes, aventurero y explorador del planeta, que mantenía su residencia cerca de allí, pero que una vez más sus ansias por conocer mundo acabarían por alejarlo de aquello en breve. Entre descansos y risas me comentó sus próximos objetivos; quería llegar a Roma andando, y posteriormente cruzar toda Europa hasta Moscu. Una locura. Una maravillosa locura. Y todo contado en inglés, ese idioma que ahora empezaba a dominar. El domingo cuando llegué a casa preparé mi regreso a Birmingham.



Los siguientes días cerré el vuelo y miré posibles estudios donde poder alojarme. El 19 de febrero ya pisaba de nuevo suelo inglés, con un abanico de posibilidades tan grande como el propio planeta.

(A Marina y Sonia, por regalarme durante unas horas el placer de acudir a las raíces de mi tierra; a mis padres, por aguantarme esas tres semanas; a Davinia, por su paciencia)

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