No es muy grande el centro financiero de Birmingham, pero si bastante llamativo. Después de kilómetros y kilómetros de extenso terreno invadido por casitas unifamiliares y parques, emergía aquella zona propia de películas futuristas, con poderosos gigantes de hormigón decididos a tocar el cielo, colmenas cargadas de exitosos y ambiciosos personajes que lograban repartirse las riquezas de la ciudad. Allí estaba yo citado, en una de las muchísimas oficinas de la zona, para una entrevista de trabajo, la segunda desde que estoy en tierras inglesas.
El objetivo de este año es encontrar un trabajo de profesor, y tenía delante mí la primera oportunidad. Rellené todos los documentos que me envió la agencia por email, me puse mis mejores ropas, me afeité (algo que hago sólo en momentos realmente especiales) y me preparé algunos discursos para intentar encauzar el rumbo de la conversación hacia un buen puerto. Nada podía salir mal… si no fuera por el maldito idioma. Sólo llevo tres meses y pico estudiando inglés, pero la impaciencia a veces me supera.
Los primeros días desde mi regreso a Inglaterra me sentí muy cómodo hablando con la gente, capaz de hablar inglés fluido con ellos y poder entenderlos cuando me contestaban. Pero resultó ser un espejismo producido por el descanso de las semanas anteriores en España, ya que con el paso de las horas la mente volvió a saturarse y a sentirse agotada. Vuelta a la realidad.
Aún así, convencido de mis muchas posibilidades, acudí a la oficina, donde una señorita llamada Rachel me dio la bienvenida. La acompañé a un despacho, donde también esperaba una muchacha pakistaní aspirante a profesora de primaria. Me crucé una mirada con ella y nos saludamos; ambos evidenciábamos un nerviosismo propio de principiantes en tierra ajena.
Rachel comenzó pidiéndonos la documentación, y una vez pusimos todos los escritos y logros encima de la mesa, nos formuló algunas preguntas redactadas en su cuaderno de anotaciones. La chica pakistaní siempre era la primera en contestar, y luego el turno era para mí.
No me pregunten como, pero después de una media hora interminable, y a falta de comprobar toda la documentación entregada, terminé saliendo de aquel despacho con un contrato de mínimos bajo el brazo, una firma que me hizo sentirme tan feliz como asustado. Feliz por lograr meter la cabeza en el mercado laboral inglés, en una profesión por la que siento verdadera vocación: la enseñanza. Asustado por ser en el extranjero, por atarme a un lugar lejos de lo que conocía anteriormente.
Demasiado rápido todo, demasiado raro.
Los primeros días desde mi regreso a Inglaterra me sentí muy cómodo hablando con la gente, capaz de hablar inglés fluido con ellos y poder entenderlos cuando me contestaban. Pero resultó ser un espejismo producido por el descanso de las semanas anteriores en España, ya que con el paso de las horas la mente volvió a saturarse y a sentirse agotada. Vuelta a la realidad.
Aún así, convencido de mis muchas posibilidades, acudí a la oficina, donde una señorita llamada Rachel me dio la bienvenida. La acompañé a un despacho, donde también esperaba una muchacha pakistaní aspirante a profesora de primaria. Me crucé una mirada con ella y nos saludamos; ambos evidenciábamos un nerviosismo propio de principiantes en tierra ajena.
Rachel comenzó pidiéndonos la documentación, y una vez pusimos todos los escritos y logros encima de la mesa, nos formuló algunas preguntas redactadas en su cuaderno de anotaciones. La chica pakistaní siempre era la primera en contestar, y luego el turno era para mí.
No me pregunten como, pero después de una media hora interminable, y a falta de comprobar toda la documentación entregada, terminé saliendo de aquel despacho con un contrato de mínimos bajo el brazo, una firma que me hizo sentirme tan feliz como asustado. Feliz por lograr meter la cabeza en el mercado laboral inglés, en una profesión por la que siento verdadera vocación: la enseñanza. Asustado por ser en el extranjero, por atarme a un lugar lejos de lo que conocía anteriormente.
Demasiado rápido todo, demasiado raro.
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