Érase una vez el fuego, ese que ilumina el camino de la vida, ese que nos proporciona calor, ese que es capaz de proteger y al mismo tiempo devorar.
Acompañante del ser humano a lo largo de los siglos, esta noche he tenido la fortuna de conocer el fuego juguetón, el fuego hecho arte. Con la noche ya cerrada en la Sierra de las Nieves, el pueblo de Guaro ha engalanado sus estrechas y blancas calles de multitud de velas encendidas, extendidas por el suelo, tejados y balcones.
La plaza principal del pueblo se ha transformado en un hermoso zoco medieval, con turistas y curiosos que saturan los puestos, pequeños miradores de productos artesanos. Parece otra época, aquella donde el fuego era el rey de las sombras y donde el hombre lo veneraba y respetaba.


La llama, simbólica y efímera. Si la vida es una llama, la mía lleva unos días encrespada, excitada, violenta por los últimos acontecimientos. He decidido echarme la maleta a la espalda y cerrar una etapa, esa donde lo he tenido todo a mi alcance, para empezar un viaje con demasiadas incógnitas.
A escasos días de coger un avión hacia un futuro incierto, disfruto cada instante que me queda en España con pasión y entusiasmo, alumbrando todo lo que me rodea y encendiendo luces que creía apagadas para siempre.


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