Esta atardeciendo. Empiezan a dibujarse trazas de color naranja alrededor de las pocas nubes que pueblan el cielo, y un fuerte viento nos languidece y sacude el cartel que da la bienvenida a los acantilados más famosos de la isla.
- Por fin hemos llegado… – dije parándome y suspirando aliviado.
Después que el autobús de línea número 81 nos dejara en mitad de la nada, caminamos durante 20 minutos por sendas de tierra que dividían huertos y plantaciones bastante desatendidas, hasta toparnos de frente con el cartel y el paisaje más escarpado de Malta, los acantilados de Dingli, la parte más alta del país, a 230 metros sobre el nivel del mar.
Aquel lugar tan frío y solitario, donde los únicos habitantes (salvo un enigmático torreón con una cúpula blanca cilíndrica) eran rocas y malas hierbas, parecía hacer de frontera entre la civilización y lo desconocido, perdiéndose la vista en un horizonte adueñado por las aguas del Mediterráneo. La pequeña y deshabitada isla de Fifla se presentaba desde allí como un guisante dentro de una gigantesca olla. Normal que la localidad este llena de campos de cultivo, ¿Cómo iba a dedicarse la población a la pesca con este impedimento?

A poca distancia de allí se encuentra la pequeña ciudad que le da nombre a los acantilados, Dingli. El autobús de línea número 81 atraviesa la población de punta a punta, un lugar demasiado tranquilo y alejado de todo. Entre las pequeñas casitas que conforman estrechas y sinuosas calles, destaca la parroquia que data de 1678, situada exactamente en el centro de la ciudad y dedicada a la Asunción de Santa María.



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