No temían a la altura. Los chicos seguían al filo del acantilado, esperando su turno para lanzarse al océano, anestesiado por el sol de un mediodía de agosto.

Cuando se precipitaban al vacío, los curiosos que se congregaban en los alrededores aguantaban la respiración, manteniendo su mirada fija en los cuerpos que desafiaban la ley de la gravedad, y que inevitablemente terminaban golpeando contra el agua. Los chicos disfrutaban con su hazaña; los turistas sufrían por la osadía.
Cerca, en port des pêcheurs, el viejo puerto de pescadores de Biarritz, un veterano marinero de espesa barba intentaba pegar una cabezada en cubierta. Con su pequeña embarcación atada al muelle, el juego que creaba tanta expectación no era suficiente para disuadirlo del descanso. Toda una vida en aquel lugar tenían la culpa. Lo extraño sería no escuchar los chapuzones.
A pocos kilómetros de Bayona y la frontera española, Biarritz recibe en verano con los brazos abiertos a miles de turistas procedentes de todos los rincones el mundo. Sus costas y su ajetreada vida nocturna tienen la culpa. La ciudad, asentada sobre una serie de colinas a lo largo de la costa, luce distintas calas y playas rodeadas de costas arenosas al norte y recortados acantilados al sur. Una tentación permanente.



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