La habitación de hotel que habíamos reservado para esa noche estaba muy cerca de la estación de autobuses, aunque la barriada donde se ubicaba no era la más deseada. Vetustos inmuebles grisáceos de 2-3 plantas conformaban estrechas calles que resguardaban a chulos, prostitutas y todo lo que conllevaban; tuvimos que acelerar el paso cuando en la acera de enfrente un supuesto cliente se enfrentó a una prostituta montado en bicicleta y con una tabla de madera en la mano.
Aquel ambiente marginal vivía a la sombra del resto de la ciudad. A escasos metros del viejo laberinto de callejuelas se encontraba la avenida Vesterbrogade, conocida por su ferviente actividad, gracias a la presencia del Tivoli, la estación central ferroviaria, comercios, restaurantes, cafeterías y su cercanía con la plaza del ayuntamiento.
El Tivoli es uno de los parques de atracciones más antiguos del mundo; sus jardines interiores son uno de los mayores atractivos de Copenhague, que junto a las casetas, carruseles, cafés, cervecerías y salas de juego conforman un bazar oriental con cierto aire de cuento. La cascada de luces rojas, amarillas y verdes que adornaban su fachada principal y su famosa torre con cúpula en forma de cebolla nos daban la bienvenida y despertaron aún más las ganas e ilusión por conocer esta nueva capital europea.
De noche, la avenida ganaba en espectacularidad, presumiendo de ser una de las calles más iluminadas y coloristas de la ciudad, con llamativos letreros y originales farolas en mitad de la calzada.
Paramos para cenar algo en uno de sus múltiples restaurantes de comida rápida. En general, Dinamarca es un país caro, utilizan como moneda oficial la corona danesa (el cambio estaba a 7 coronas = 1 euros). Un menú para dos personas compuesto por puré de patatas, ración de pollo frito y refresco nos costó 31 euros. Fue la peor comida del viaje con diferencia.
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