- A mi es que estas cosas me encantan, me dan vida… - me
decía.
A sus sesenta y pico largos años, Bartolomé derrochaba una
energía tremenda. Ya retirado y con sede en Astorga, me hablaba de sus anteriores
viajes como bellos relatos narrados en libros de cuentos, rutas de ensueño
alrededor del mundo, viajes en solitario que solo un valiente podía emprender.
Y tenía muy claro cual iba a ser su próximo destino.
- Argentina, por supuesto. Ya esta todo arreglado. Ahora
tengo más tiempo que antes… ¿tu sabes, no?
Coincidí con él unos cuantos días por el camino. En aquella
ocasión, cuando me contó su historia, nos aproximábamos a Portomarín, una
población que ha crecido a la orilla del río Miño y cuya vieja iglesia de San
Nicolas era dueña del horizonte.
- Esta noche son las fiestas de Portomarín, ¿Estareís en la
plaza, no? – me preguntó mirando también a Manolo.
- Por supuesto, allí estaremos – le contesté acompañando las
palabras con una fatigada sonrisa.
Que envidia de energía, pensaba. El camino empezaba a dejar
huella en las piernas y en la espalda, el cansancio se acumulaba y las horas
caminando se hacían más largas. Parecía que nos afectaba a todos… salvó a él.
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