- El fin del mundo - escuché decir a mi hermano.
Posiblemente no sería muy diferente de aquello, aunque estar allí me hacía sentirme tan vivo y tan feliz... Eran las 2 de la tarde en Islandia y parecían las 9 de la noche; un conjunto de oscuras nubes bajas se adueñaron del cielo, no dejando ver las montañas próximas y descargando una interminable lluvia que terminaba empapándolo todo. Sobre el pedregoso suelo, Jökulsárlón, la famosa laguna glaciar, cuyas heladas aguas se perdían en el horizonte, a los pies de Vatnajokull. Cientos de bloques de hielo de tamaños diversos poblaban el lugar, como esculturas en un museo, acompañados por familias de patos de plumaje pardo que nadaban despreocupadas.
El autocar nos había dejado a orillas de la laguna, en el porche de una caseta de tejado azul, la única en algunos kilómetros a la redonda, que hacía las veces de cafetería, de tienda de souvenirs y de punto de información del paraje. Desde allí, y una vez equipados con chalecos salvavidas de color naranja, nos recogió Jaki, un barco dedicado exclusivamente al paseo de turistas por la zona. Sobre Jaki, navegamos por aquel paraíso, siempre escoltados por dos pequeñas lanchas para no tener problemas con el centenario hielo.
Mientras la monitora de la expedición nos explicaba en un perfecto ingles la historia del lugar y como la entrada de agua de mar impedía que la laguna se congelara completamente, yo me pegaba a la barandilla de Jaki y dejaba que aquella brisa del ártico se llevara cualquier preocupación, disfrutando cada segundo de la visión, rodeado de icebergs en mitad de la nada. Mágico.


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