La subida por Skolavordustigur, una de las principales calles de Reykjavík, se convirtió en una peregrinación hacia la estatua esculpida en piedra fría de un importante caballero medieval. Desde la cima, equipado con casco, hacha y ancha capa, se situaba a la entrada del edificio más alto de Islandia, la Hallgrímskirkja (literalmente, la iglesia de Hallgrímur). Al mismo tiempo que dirigíamos nuestros pasos hacia él, dejábamos atrás pequeños comercios, parquímetros, monolitos de un metro de altura terminados en punta cuya función consistía en delimitar la acera y una colección de coquetas casitas de colores, con paredes exteriores de placas de hierro ondulado, típicas del país.
Una vez a los pies del caballero, fue turno de las presentaciones. Su nombre era Leif Eriksson, apodado El afortunado por salvar a la tripulación de un navío mercantil que había naufragado y ser recompensado con la valiosa carga que transportaba. Nacido en Islandia e hijo del explorador Erik el Rojo, fundó el primer asentamiento europeo en Groenlandia y el primero en América, quinientos años antes que Cristóbal Colón.
A su espalda, la fachada de la Hallgrímskirkja no lucía como en otras ocasiones. En los últimos meses habían iniciado reformas por problemas de humedad, y la mayor parte de ella se ocultaba bajo andamios y lonas de seguridad. Su interior si brillaba con la misma intensidad de siempre: un enorme órgano en la entrada y una larga alfombra verde, escoltada por bancos de madera y finas columnas, que conducía al fondo donde esperaban dos altares más elevados que recibían los destellos de alargados ventanales.
Por 400 coronas islandesas subes por un ascensor al campanario ubicado en la octava planta (muy animado el ascensor, tiene hilo musical incorporado), donde se puede disfrutar de unas vistas preciosas de la ciudad.
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