Al sentarme en el banco, los dos lagartos que portaban oro entre sus fauces merodeaban sobre mi cabeza. En ese instante, el sonido de la cámara de fotos fue lo único que se escuchó.
No era aún de noche cuando el silencio se hizo dueño de todo
el casco antiguo. La calle nos pertenecía. Toda la vida que allí faltaba empezaba
a resurgir del interior de tabernas y restaurantes, donde ya pocas mesas libres
afloraban. Pese a ser las siete y media de la tarde, era la hora de reponer fuerzas y terminar la
jornada. La cerveza y un plato caliente tienen hora de culto en estas tierras.
Subiendo una amplia rampa de vieja piedra se accedía al
corazón del pueblo, la plaza de la Trinidad, lugar ya totalmente desnudo a
merced del viento. En el centro de ella, la columna de María y la Santísima
Trinidad, robusta y sin color, deseando que vuelva a amanecer para poder lucir
su corona. Hubo otra época donde lució incluso en la oscuridad, una época ya
lejana, donde la población de Štiavnica
casi cuadriplicaba al número actual, donde la riqueza de la industria minera permitía
que los veranos e inviernos fueran muy diferentes en esta zona de Eslovaquia.
Ya todo eso se fue, aunque su legado permanece.
Declarada Patrimonio
de la Unesco, hoy Banska Štiavnica vive del turismo. Sus dos castillos, el “nuevo”
y el “moderno”, se han convertido en sendos museos, al igual que algunas de las
minas más famosas de la región. Si a eso le añades el espectacular paisaje de
sus bosques, lagos y montañas circundantes, y su rica gastronomía, la mezcla te
resultará muy gratificante.
Un lugar bonito y tranquilo, como dirían los más
sabios.
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