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20 enero 2012

Día 488. White fire

(7 de enero de 2012, una fría bienvenida que aún me hace tiritar...)



Mi llegada se produjo a la madrugada, después de una espera eterna en la fría estación de ferrocarril de Keleti y un viaje interminable a través de las viejas vías húngaras y eslovacas.

Minutos antes de volver a poner los pies en Roznava, el olor no podía ser más molesto. El vagón apestaba a vodka. Cinco asientos detrás mía, un muchacho ebrio había derramado parte de su petaca sobre los sillones contiguos. Su novia, sobria y avergonzada, intentaba corregir su conducta, aunque ya era demasiado tarde. Demasiado alcohol en sangre. El sonreía y la invitaba a beber siempre siendo rechazado. Estiraba sus pies descalzos hasta tocar con las puntas el respaldo de enfrente y balbuceaba cuatro palabras sin sentido. Y sonreía, siempre sonreía.

Tras las ventanillas, en el exterior, la oscuridad más absoluta, sola rota por alguna que otra tímida farola, que mostraba fugazmente la blanca situación actual. Todo hacía presagiar que calor, precisamente calor, no me esperaba.





Al día siguiente, con la luz del día, aún con cara de cansancio, pude ver el verdadero rostro del pueblo, un paisaje diferente al que me tenía acostumbrado meses atrás, precioso, contrastando el tapiz blanco de suelo y tejados con el color chillón en ocasiones de las fachadas de edificios. El baño de nieve era completo, cubriendo coches olvidados, árboles, papeleras, y cualquier otra estructura que decidiera pasar sus horas a la intemperie. Sólo en las cercanías de las carreteras más concurridas, el verdadero color de la nieve se perdía, creando un barrizal del cual era mejor permanecer alejado. Inevitablemente me vinieron a la memoria las nevadas de Glasgow y Birmingham.

No deje escapar la ocasión y aproveché la mañana para subir a la torre del reloj y hacer unas cuantas fotos desde allí del espectacular paisaje invernal.





Vivir el invierno en lugares como este supone percibir nuevas sensaciones. Era momento de escuchar palas retirando nieve o cañerías llevando parte del agua que terminaba cambiando de estado, de ver chimeneas trabajando a todo rendimiento o gruesos abrigos que ocultan a las personas que los llevan, y de saborear deliciosos y humeantes tazones de sopa. Todo mientras lo permite la luz, que sobre las cuatro de la tarde decide marchar, al mismo tiempo que las temperaturas comienzan a bajar hasta rondar los doce y quince bajo cero.





Tan duro como me suponía. El invierno en Eslovaquia me aguardaba detrás de aviones y trenes para darme un frío abrazo de bienvenida. Tan frío que inevitablemente acabo llevándome a la cama con fiebre.

(que el tiempo afecta al carácter, al ánimo y a la forma de afrontar tu día a día es una realidad, y no te das cuenta hasta que no estas metido de lleno. Estoy muy mal acostumbrado a los inviernos viniendo de donde vengo…)

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